miércoles, 23 de enero de 2019

Tarde en el río


Me encuentro a la vera de un río escondido entre las montañas precordilleranas, una tarde de verano sin viento, pero con brisa. Brisa pacífica y endeble que por suerte me permite, mientras sonrío, hacer danzar a la mosca con anzuelo amarrada a la fina tanza de mi caña.  Danza hermosa, del ir y venir, del llegar y volver. Luego del último empujón observo como la ninfa, en cámara lenta, proyecta su recorrido hasta el veril opuesto, cuando aterriza para no descansar, sino para dejarse llevar por la corriente, seducir una arcoíris o una marrón, amigarse tanto que a esta última no le quede más remedio que abrazarla con la boca.

Mientras, no dejo de mirar mi alrededor. No dejo de escuchar los susurros del agua en movimiento -aunque sus secretos sean impredecibles-, de sorprenderme con las destrezas de los pájaros, que a gran velocidad rozan con su pico la superficie del río y vuelven a levantar vuelo, o disfrutar el sereno navegar de la familia de cauquenes, cruzando las corrientes como si fueran jardines. Las antiguas montañas hacen darme cuenta de lo diminuto que soy, aunque con melancolía admiten la añoranza de querer conocer el mar y otros paisajes.

Me sorprendo con el grito de la ninfa. Grita y tironea con fuerza extrema, pareciera que la amistad con la marrón o la arcoíris fue fugaz. La ayudo como puedo, quisiera conocer a su (ex) amiga cuanto antes y entonces tiro hacia atrás la caña, buscando que se canse, no es fácil, pero es divertido, pero tengo miedo a perderla. Y allí está, ahora a la vera de mis pies. Separo a las enemistadas, fue solo un momento. La contemplo para luego despedirla. Siento su escamosa piel discurrir de nuevo hacia los secretos impredecibles.