Me encuentro a
la vera de un río escondido entre las montañas precordilleranas, una tarde de
verano sin viento, pero con brisa. Brisa pacífica y endeble que por suerte me permite,
mientras sonrío, hacer danzar a la mosca con anzuelo amarrada a la fina tanza
de mi caña. Danza hermosa, del
ir y venir, del llegar y volver. Luego del último empujón observo como la ninfa,
en cámara lenta, proyecta su recorrido hasta el veril opuesto, cuando aterriza
para no descansar, sino para dejarse llevar por la corriente, seducir una arcoíris o una marrón, amigarse tanto que a esta última no le quede más remedio
que abrazarla con la boca.
Mientras, no
dejo de mirar mi alrededor. No dejo de escuchar los susurros del agua en
movimiento -aunque sus secretos sean impredecibles-, de sorprenderme con las destrezas
de los pájaros, que a gran velocidad rozan con su pico la superficie del río y
vuelven a levantar vuelo, o disfrutar el sereno navegar de la familia de
cauquenes, cruzando las corrientes como si fueran jardines. Las antiguas
montañas hacen darme cuenta de lo diminuto que soy, aunque con melancolía admiten
la añoranza de querer conocer el mar y otros paisajes.
Me sorprendo con
el grito de la ninfa. Grita y tironea con fuerza extrema, pareciera que la
amistad con la marrón o la arcoíris fue fugaz. La ayudo como puedo,
quisiera conocer a su (ex) amiga cuanto antes y entonces tiro hacia atrás la
caña, buscando que se canse, no es fácil, pero es divertido, pero
tengo miedo a perderla. Y allí está, ahora a la vera de mis pies. Separo a las
enemistadas, fue solo un momento. La contemplo para luego despedirla. Siento su
escamosa piel discurrir de nuevo hacia los secretos impredecibles.